sábado, 29 de agosto de 2009

No te vayas, Pedernal, que se me apaga la luz del alma

Buscando en Internet noticias de Pedernal, encontranos algunos relatos muy interesantes y caros a los sentimientos de personas que han vivido en este hermoso y tranquilo pueblo, y que tienen en sus memorias recuerdos muy gratos y emotivos. Hoy queremos compartir con Udes. este hermoso relato:

No te vayas, Pedernal, que se me apaga la luz del alma
Por Jorge L. Gorbato.

"Abolengo Leiva apareció en mi vida cuando, por primera vez, la tristeza transformó su presencia en recuerdo. Alto, vestido con bombachas y alpargatas negras, me miró a los ojos mientras la boina giraba apretada entre unas manos curtidas por el sol. Entonces, como pidiendo perdón, me dijo: “Era un buen hombre, supe conocerlo de allá, en Pedernal. Lo acompaño en el sentimiento.”
Abolengo era un gaucho entrerriano hecho y derecho, o mejor dicho: un entrerriano gaucho -como le gustaba definirse-. Siempre estaba listo para el favor. También era un eximio asador, un infaltable en las cuadreras del pueblo y un erudito del amargo.

Su edad era un misterio. Roberto, mi compañero de banco en las fotos de la escuela primaria, aseguraba que era muy pero muy viejo, mucho más viejo de lo que parecía; mientras su dedo índice repiqueteaba en la prueba irrefutable de su aseveración: una ajada lámina de Billiken, que ya acompañaba a nuestros tíos desde la pared del aula. “Pero no me digas que no lo ves. Allá, el flaco atrás del General, ahí en el desfile”. En cambio Guillermo, el alemán, confirmaba mediante fotos oscuras (que también se las había olvidado, pero seguro mañana las traía) que había venido de Europa en el mismo barco que su tía Frida, la esposa del gerente del banco en Concordia.

Abolengo pertenecía a una familia de filósofos natos, muy mentada en la región. De hecho, era primo lejano del famoso de las revistas; ese que habla con el perro. Lo veíamos prepararse, elaborar la idea con la mirada clavada en el suelo del patio, balanceando en sus dedos el asa de la pavita de aluminio negra de brasas. También tenía tiempo para regalarnos, en voz baja y despacito, su pensamiento: “Pero sí, patroncito, la vida es como el agua del aljibe. Hay que tomarla despacito, a sorbitos, disfrutando de cada uno. Si uno la quiere tomar de golpe se atraganta y casi seguro le cae mal”.

Apenas llegó ese primer recuerdo me di cuenta que con el tiempo iban a llegar más, muchos más. Tuve miedo de no poder conservarlos. Miedo por no tenerlos cuando, algún día, quisiera compartirlos con una novia, mis futuras hijas, o para revivirlos en la soledad de las tardes lluviosas.

Muchos recuerdos se quedarían en los estantes de la casa del pueblo, cuando fuera a la ciudad para estudiar. Más tarde, algunos se me caerían al correr el colectivo y otros se volarían, sin darme cuenta, dando vueltas despacito, acompañado por el viento de la vida.

De algo estaba seguro: si los perdía también me perdía yo. Así fue como decidí que Abolengo sería el custodio de mis recuerdos. Cada vez que pensara en él, me los iba a devolver dobladitos y ordenados para que los viera y me viera. Para que fuera feliz de ser y haber sido.
Bautizado Abolengo -por sabedor de la estirpe y la genealogía de la comarca- ante la pregunta, oteaba el horizonte. Se tomaba un instante como para aumentar la expectativa y levantando la ceja derecha confirmaba: “Pero sí, claro, la Eladia, la de Colonia Caravallo. Cómo no me voy a acordar si se casó con Pedro, el hijo de la almacenera. Todavía en el Rabón aseguran que supo tener algún entrevero con Juan, el gringo ese que repartía la soda”.

Su apellido era Leiva, porque quien tiene nombre, tiene derecho al apellido. Así de sencillo es en estos pagos. Don Abolengo Leiva perteneció a mi familia, la de los primos bañándonos en el arroyo, la de los tíos armando cigarrillos después del asado y mamá llamando a comer desde la cocina. Abolengo pertenece a mi familia, donde el llamado de nuestras hijas nos llena de alegría y algunos pocos primos, esporádicamente por teléfono, nos cuentan novedades que confirman una vez mas que una parte de nosotros aún vive en el Montiel.

Paulatinamente, palabras nuevas como “cursos”, “reuniones”, “viajes”, “aeropuertos”, “mañana sin falta” y otras más, invadieron mi diccionario del día a día. Ellas reemplazaron inconscientemente a: “asado”, “vacaciones”, “te ayudo” y “amigos”. Hasta que un día, cuya fecha no recuerdo, también perdí a Abolengo. Estoy casi seguro que sintió el cansancio y se bajó en alguna de las curvas de mi loca carrera por llegar a ser quien nunca quise ser, mientras dilapidaba sin los billetes-días y las monedas-horas del reducido tesoro de nuestro tiempo.

Han pasado muchos años. Ayer, mientras esperaba que el semáforo en la avenida Corrientes me diera paso, lo vi bajando en la estación del subte. Abolengo estaba idéntico, digamos casi idéntico: las mismas bombachas y las alpargatas viejas. Pero debajo de su boina se veían sus modernos auriculares con rumbo a algo electrónico oculto en el bolsillo de la eterna camisa celeste. “Ansina es nomás la globalización, don Jorge”.

Me desesperé. No sabía que hacer, lo llamé y gesticulé con la mano pero no me vio, qué me va a ver con la multitud que había en el Once al mediodía. En ese instante, mi auto se llenó de luces y música. Una murga de alegres recuerdos cantaba y bailaba arriba del volante. Adelante del espejo y al son de esa canción, otros recuerdos me saludaban desde el asiento de atrás. Una vez más, la vieja me acompañaba a la escuela el primer día de clases, charlaba con papá de la vida en el patio de casa, volvía a ser el novio de Lidia en las calles de Florida; mientras jugaba al esquiador con mis hijas chiquitas en el sillón del comedor.

De repente, Abolengo se asomó por la escalera del subte, me miró y me saludó con la mano. Pareció que me dijo algo como “después nos vemos” o alguna cosa así y rumbeó, apurado, una vez más para el subte, bajando entre el gentío. Ahora sé que no lo perdí, que se habrá tomado unas vacaciones o conchabado para algún trabajo con otra familia. También sé que nos vamos a ver pronto, mientras yo siga siendo el que quise ser.

Quizás sea en Ceibas, donde la ruta se vuelve angosta, o casi seguro sentados frente a frente, en una de esas tardes de sol en el otoño de Pedernal, compartiendo con Carlos, mi primo, un mate; mientras Abolengo balancea suavemente la pava y nos regala otro recuerdo. “Pero sí, don Jorge, a el Quito, su tío, el hermano de su mamá, la maestra. Cómo no lo voy a conocer si jugamos juntos al fulbo, antes que se fuera a estudiar a La Plata. Usted supo que con él le ganamos aquel partido famoso a los de Nueva Escocia. Pero si casi nos llaman para jugar en el Libertad de Concordia”.

Al fondo, las cuchillas comienzan a ocultar el sol, transformando los dorados en marrones. Entonces, uno tiene ganas de que la tarde no se acabe nunca"

domingo, 9 de agosto de 2009

Cambio de Número de la Escuela

El 29 de Julio, el CONSEJO GENERAL DE EDUCACIÓN, aprobó la Resolución Nº 2372; en la cual se establece la nueva numeración "para un mejor ordenamiento" de todos los Establecimientos Educativos Secundarios que dependen de la Dirección de Educación Secundaria.
Esta nueva resolución está en concordancia con la Resolución Nº 0316 CGE, por la que se aprueba el documento “Certificaciones, Equivalencias de Estudios, Movilidad de Alumnos, Acreditación de Estudios y Denominación de Establecimientos”; por la cual se definió la nueva denominación de "ESCUELAS SECUNDARIAS" y define en el marco de la vigencia de la Ley de Educación Provincial Nº 9890, las certificaciones que se entregaran según la nueva Estructura Académica.

Por tal motivo nuestra nueva denominación es:
Escuela Secundaria Nº 26 "Gral. Manuel de OLAZÁBAL"